Le llamaban saltacadáveres... era un niño de aspecto desaliñado, delgaducho, y con ojos hundidos en su cadavérico rostro. Su piel era extremadamente pálida, según decía el doctor, debido a alguna enfermedad que afectaba a la pigmentación de las células superficiales. Rara vez pronunciaba alguna palabra, y a menudo, cuando la maestra le hacía alguna pregunta, él se quedaba mirando fíjamente al vacío, sin decir nada, ausente.
Quizás era su aspecto o su manera de comportarse lo que motivaba a los demás chicos a dejarlo al margen, unos por miedo, otros por mofa, y otros... porque simplemente no existía. Durante el recreo, mientras los demás niños jugaban, él se sentaba junto a la valla, observando la carretera y contaba coches clasificándolos por colores, o buscando extrañas casualidades numéricas entre las matrículas; o se encerraba en la biblioteca del centro y leía extrañas historias (para un chico de su edad); o se acurrucaba en su rincón favorito del pasillo, conversando entre susurros con alguna criatura imaginaria...
Por las tardes, cuando salía a la calle, sufría la misma suerte y se conformaba con ver a los demás niños jugando al potro. Le encantaba ese juego! Por eso cruzaba la verja de hierro del antiguo cementerio y corría saltando las lápidas una tras otra... hop, hop, hop!!! Aquellas piedras eran sus únicas compañeras de juego.
A la gente del pueblo no le gustaba que aquel estúpido chico hiciera aquello, y muy a menudo, Tono, el enterrador, tenía que asustarlo y amenazarlo para que el niño dejase de jugar entre los muertos.
Súbitamente, algunos niños del pueblo empezaron a enfermar, uno tras otro. Sudaban fiebres altísimas y su piel se volvía pálida como la nieve y sus miradas se perdían en la nada. Pasados unos días, mejoraban, pero el médico del lugar no encontraba una explicación a la enfermedad. Rápidamente se difundió el rumor de que saltacadáveres imaginaba la cara de alguno de los niños (que según ellos, él envidiaba horriblemente) mientras jugaba entre las lápidas, y por eso los pequeños enfermaban.
Hasta que llegó el fatídico día en que uno de los niños murió agotado y debilitado por las fiebres. Esa tarde no fue Tono quien se acercó al cementerio para expulsar al chico. Varios vecinos lo acorralaron, apedrearon y apalearon, hasta que el niño murió asustado, desangrado, y confundido, en lo que el pueblo consideró una justa venganza. Nadie reclamó a saltacadáveres, y aquella misma noche el enterrador le dio sepultura en esa tierra ingrata.
Los niños siguieron enfermando de fiebre, frío y palidez, hasta que algunas semanas después, las autoridades, tras una inspección sanitaria, descubrieron la raíz de la infección que afectaba sólo a los más jóvenes. Pocos fueron los que a pesar de todo sintieron lástima por el chico, saltacadáveres.
Todavía hoy, afirman, que las tardes de lluvia se puede escuchar el chapoteo de carreras y pequeños saltitos entre las lápidas del viejo y solitario cementerio...
(TEE7H1NG; 14/04/2005)